Discurso dominante vs. discurso subversivo

Manuel Castells (Comunicación y poder, 2009) define el poder como «la capacidad relacional que permite a un actor social influir de forma asimétrica en las decisiones de otros actores sociales de modo que se favorezcan la voluntad, los intereses y los valores del actor que tiene poder». En la sociedad, el poder se ejerce a través de la construcción de discursos dominantes y coercitivos. Las instituciones y parainstituciones estatales son las encargadas de respaldar y distribuir estos discursos opresores. 
Foucault (El orden del discurso, 1970) distingue tres mecanismos de exclusión que son empleados por el discurso dominante para ejercer su poder: la palabra prohibida, la separación de la locura y la voluntad de verdad. Nos interesa especialmente el segundo de ellos, ya que desde la Edad Media la locura se ha asociado a aquellos discursos subversivos que no encajaban dentro del discurso dominante. Así pues, estos discursos del «loco» se han marginado, desprestigiado y anulado. 
El discurso detentor del poder ha sido siempre patriarcal. Esto ha generado una distribución asimétrica de los roles masculino y femenino. El hombre, en posesión del poder, ha otorgado a la mujer una condición de subalteridad. Tal como afirma Hélène Cixous en La risa de la medusa (1979/1995), «la jerarquización somete toda la organización conceptual al hombre. Privilegio masculino, que se distingue en la oposición que sostiene, entre la actividad y la pasividad. Tradicionalmente, se habla de la cuestión de la diferencia sexual acoplándola a la oposición: actividad/pasividad». 
De acuerdo con la taxonomía de Foucault, la mujer se correspondería, pues, con el ámbito de lo prohibido, la locura y la ausencia de verdad. En La risa de la medusa, Hélène Cixous ha reflexionado a propósito de la atribución de la locura a la mujer. Maider Tornos Urzainki («Del goce lacaniano a la escritura femenina: la histerización de la palabra en Hélène Cixous», 2014) afirma: «históricamente, la mujer ha sido concebida exclusivamente como un ser enfermo. Desde el discurso científico-médico, la histeria sirve para descalificar el cuerpo femenino —su sexo, su goce—, cuya irreverencia pulsional resulta intolerable para la moral burguesa del sistema capitalista».
De acuerdo con Manuel Castells (Comunicación y poder, 2009), «para desafiar las relaciones de poder existentes se necesitan discursos alternativos que puedan vencer la capacidad discursiva disciplinaria del estado como paso necesario para neutralizar su uso de la violencia».